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Claudio Larrea ama a Buenos Aires y es indulgente con ella. Durante diez años se alejó de la ciudad, la dejó por la hermosísima Barcelona. El reencuentro no fue fácil. En 2001 la ciudad había pasado por una crisis de las que dejan marcas para siempre. A Larrea no le importó. O, más bien: pudo ver belleza también en esas marcas.
Registrarla se le volvió una tarea cotidiana y, sospecho, un poco urgente. Es que los fotógrafos y los amantes conocen mejor que nadie la fugacidad de lo bello. Desde hace unos años, Larrea sale casi diariamente en bicicleta a recorrer sin rumbo las calles de una Buenos Aires que está siendo arrasada por el desamor, por el abandono y por una marea aparentemente imparable de nuevos edificios tan atractivos como cajas de zapatos. Va liviano, sin grandes equipos, sin trípode, sin artefactos de iluminación. Lleva su cámara, por supuesto. Pero sobre todo lleva su mirada. Es esa mirada lo que le permite ver lo que está a la vista de todos pero nadie ve hasta que sus fotos lo muestran. Un cisne en una escalera, un faro entre dos medianeras, las fotos de Larrea revelan siempre algo nuevo en edificios emblemáticos, algunos monumentales, íconos arquitectónicos de cierto momento de Buenos Aires, cúpulas extraordinarias, estructuras imponentes, grandes bancos y bibliotecas. Pero también edificios plebeyos, lobbies y bares perdidos en cualquier barrio.
Por Eduardo Villar
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